Es absurdo que un pueblo cifre sus esperanzas de redención y ventura en formas de gobierno que desconoce.
¿En dónde ve el pueblo español su principal peligro, el más inminente? En el poder dejado por una tolerancia mal entendida.
Como la dicha de un pueblo depende de ser bien gobernado, la elección de sus gobernantes pide una reflexión profunda.
La aceptación de la opresión por parte del oprimido acaba por ser complicidad; la cobardía es un consentimiento; existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo deja hacer.
El mar, por su naturaleza, estaría tranquilo y quieto si los vientos no lo revolvieran y turbaran. De la misma manera el pueblo estaría quieto y sería dócil si oradores y sediciosos no lo removiesen y agitasen.
Antes de dar al pueblo sacerdotes, soldados y maestros, sería oportuno saber si no se está muriendo de hambre.
Todos los Estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación, ni al pueblo al descontento.
Cuando el gobierno viola los derechos del pueblo, la insurrección es el más sagrado de los derechos y el más indispensable de los deberes.
Si el partido principal, sea el pueblo, el ejército o la nobleza, que os parece más útil y más conveniente para la conservación de vuestra dignidad está corrompido, debéis seguirle el humor y disculparlo. En tal caso, la honradez y la virtud son perniciosas.
No se debe ser demasiado severos con los errores del pueblo, sino tratar de eliminarlos por la educación.