Cuando era niño, siempre estaba haciendo ruido, era una obligación. Me encantó que gritar y gritar y cantar, sino que me liberó de todos los pensamientos en mi cabeza. Rogué para las clases de ópera, porque el canto lírico es la forma más formidable, más emotivo de utilizar su voz.
En aquellos días, el servicio de reserva duró seis años, lo que, por cierto, era tres veces más largo que el servicio en el ejército regular, aunque para ser sincero, no pudo cumplir toda mi obligación porque estaba tomando clases de actuación y me dijeron que podía pasar mi último año.
Lo vulgar es el ronquido, lo inverosímil, el sueño. La humanidad ronca, pero el artista está en la obligación de hacerla soñar o no es artista.
Nuestra lealtad es para las especies y el planeta. Nuestra obligación de sobrevivir no es sólo para nosotros mismos sino también para ese cosmos, antiguo y vasto, del cual derivamos.
Es difícil dar una definición de la lealtad, pero quizás nos acercaremos a ella si la llamamos el sentimiento que nos guía en presencia de una obligación no definida.
¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecérselo a otro que al mismo cielo!
En esta vida la primera obligación es ser totalmente artificial. La segunda todavía nadie la ha encontrado.